jueves, 5 de abril de 2007

Laku Notch

Abrazando a su “recién adquirida” mujer sonrió, y mientras con la otra mano balanceaba la bolsa con la cena, pensó “creo que me gusta vivir”. Hacía tiempo que no se sentía así, con tantas ganas de vivir, que no sentía esa paz tan anhelada, hacía tanto tiempo, que la sensación era extraña, muy lejana. Sin embargo tenía fuerzas para empezar de nuevo, para volver a su pintura, para sacar todo lo que había acumulado de una forma más creativa. Su terapeuta había insistido en que ahora era el momento de enfrentarse a los fantasmas del pasado y hacerlos desaparecer para siempre pero él sentía que ya no era tan necesario.



Hacía meses que sus intermitentes sueños de desesperación habían remitido, ya no daba vueltas sin parar, de lado a lado del colchón, cruzando la mirada con el despertador y deseando como nunca antes la llegada del amanecer, la luz del día, ¡la salvación! Las noches enteras delante de la televisión evocando a sus héroes de la pantalla, las viejas glorias del Oeste, ya no las compartía con fantasmas, ahora tenía a Olivera, de carne y hueso. ¡Cuantas veces soñó con un abrazo femenino, una caricia, una dulce mirada de apoyo y complicidad, una Claudia Cardinale solo para él!
Parecía que por fin tenía alguna ilusión, ganas de conseguir cosas, y Olivera era una bellísima fuente de inspiración. Tenía ganas de ser su protector, de abrazarla para siempre, de cuidar de ella. Estaba dispuesto a librar cualquier batalla por ella. Claro que él no necesitaba demasiadas excusas para esto, si por él fuera se retaría a duelo todos los días. “Este mundo no me gusta, el honor y la dignidad se han perdido, este mundo es de los maricas, nadie defiende ya sus ideales, sólo el consumismo y el egoísmo, que son los motores de esta sociedad. Hoy sólo importan las cosas que se ven, las que no se ven, pero se sienten, parece que han desaparecido. Yo iría a la guerra mañana contra estos niñatos productos de la sociedad consumista”.
Iván opinaba con vehemencia sobre cualquier cosa en la que creyera, y solía hacer gala de su masculinidad, convencido de que ese es el papel del hombre en la sociedad. “Aquí los que no tienen que mandar, lo intentan, y los que tienen que mandar, no lo hacen. El mundo sería mejor si estuviera vivo John Wayne”. Ahora que volvía a pintar, tenía que hablar sobre esto a la sociedad, necesitaba expresarse y sentirse comprendido. Una sola persona no le bastaba, su objetivo era siempre ambicioso, el quería cambiar la sociedad, devolverla a la época de sus películas favoritas, aunque tuviera que perecer en el intento.
Ya no tenía miedo. Lejos quedaban las imágenes del desastre que durante tantas noches evocaban sus sueños, distantes los ensordecedores ruidos de la destrucción, el insoportable olor a pólvora, las noches sin día. Había abandonado el gris tenebroso omnipresente en sus cuadros, para dejar paso a ocres y azules transparentes que hablaban del cambio que ya era evidente en Iván.
Se giró para mirar a Olivera, la abrazó más fuerte, como queriendo protegerla del frío Navideño, y pensó que desde que la había conocido las cosas le parecían más sencillas, incluso más bonitas. No sólo sus cuadros, sino su visión de las cosas, el cristal con el que las miraba, habían cambiado. Iván besó a Olivera y respiró profundamente, todo en el mismo instante en el que la traca explotó y sus bocas se separaron involuntariamente. Un silbido interminable se coló por la trompa de Eustaquio de Iván, martilleo su oído y de ahí retumbó en su cerebro enviándolo a través de sus nervios conductores a cada poro de su piel, y entonces su retina reflejó imágenes del lado más oscuro de su memoria, de su olvidada Belgrado. Iván se tapó los oídos en un intento de bajar el volumen, de evitar el paso del sonido, de no pensar, pero sus ojos ya se habían transformado. Miró a Olivera para asegurarse que estaba bien, y a ella su mirada la asustó. No era la de Iván, pero no tuvo tiempo de descubrir lo que veía. Iván ya se había girado y se dirigía al coche de donde había salido la traca, con la mirada fija, inalterable, el paso firme y las brazos a los lados, en tensión, dispuesto a desenvainar el arma, presto para su defensa personal del honor. Tras increpaciones varias, la tensión era evidente entre los ocupantes del vehículo, que se hizo a un lado entre ruedas chirriantes y portazos. Ahí estaba Iván, corpulento, con su abrigo tres cuartos y su bufanda, mirando fijamente, tanto que parecía una mirada del más allá, petrificado y listo para enfrentarse al bueno, al feo y al malo, solo ante el peligro, seguramente titiritando por dentro, digno por fuera. Los tres amigos, visiblemente ebrios y algo menos robustos, se vitoreaban y animaban a atacar a Iván, pero entre gritos y amagos ninguno terminaba de enfrentarse a su mirada. Algunos transeúntes nocturnos se habían detenido con el alboroto, y contemplaban la secuencia como si de un rodaje se tratara. Porque a Olivera le pareció eso, un plató improvisado en el que se rodaba la secuencia de la pelea, y cuyo final estaba escrito de antemano, Iván limpiaría su honor y ellos lo celebrarían juntos.
Pero a Olivera los temas del honor en el siglo XXI no acababan de convencerla, y su vena romántica daba paso al pragmatismo de la supervivencia, el mismo que la hacía concentrar todos sus sentidos en la escena real de la calle Arenal. “Iván, no es tan importante” decía Olivera, intentando pensar algo, hacer algo, cuando vió a uno de ellos corriendo hacia Iván, que esquivaba patadas con habilidad a pesar de su abrigo. Sin pensarlo Olivera corrió con el cubo de basura y lo lanzó a la carrera, causando al atacante una estrepitosa caída. El ruido llamó la atención de Iván nuevamente y provocó el único contacto visual que tuvieron Iván y Olivera durante la pelea. Iván se incorporó y recogió su bufanda del suelo, con ánimo de dar el duelo por terminado, cuando de pronto el cuarto, el D’ artagnan del S.XXI, se abalanzó sobre Iván por la espalda, de improviso, asestándole una puñalada, una puñalada propia de esta sociedad, trapera, indigna, sin honor.
Olivera corrió a su lado sin pensarlo, envuelta en una nube de incomprensión ante tan súbito cambio en el final de su película. Iván seguía de espaldas, su herida sangraba, y cuando Olivera consiguió girarle pudo ver su sufrimiento, su agonía interna, su lucha contra sí mismo. Pero Iván sonreía. Sus ojos azules, a media asta, miraron a Olivera y ella volvió a ver al Iván de antes de la película, al Iván dulce y tierno, a un Iván que sonreía al ver a Olivera y ver que ella estaba con él, en ese momento tan especial. “No se atrevían conmigo, ¿verdad Olivera?”, suspiró Iván, mientras con la sonrisa aún dibujada continuó, “que guapa eres”. Olivera mantenía la herida tapada con la bufanda e intentaba proteger Iván del frío húmedo que anunciaba el rocío de la mañana, esperando que apareciera el director que dijera, “¡Corten!”, y que Iván se levantara y la besara. Olivera abrazó a Iván fuertemente, le besó los labios, y dijo “Has estado inmejorable, John Wayne”. Iván volvió a sonreír, esta vez más tímidamente y apenas consiguió decir “Laku Notch princesa”, como hacía cada noche desde hacía unos meses para desearle buenas noches en su idioma. Y cerró los ojos definitivamente a sus pesadillas, con dignidad, con el honor propio de los hombres del Oeste.

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